miércoles

No me digas.





No, nada me digas, no quiero saber nada que no sea que me amas,
y como ya sé bien que no me amas, nada, nada me digas.
Déjame ver tus ojos, acariciar tu pelo así nada más sea con la mirada,
déjame recordar, abrir mi respirar a lo que ya no está, a la luz.
Déjame maltratarme con la luz.

Déjame maltratarme con la luz de tus ojos, no me des tus cenizas,
no me digas qué tal, cómo has estado, supe que.
Regrésame el silencio que nos supimos dar, la claridad del aire
antes de ser azul, el murmullo del agua repentina que nos dejaba
solos en tu cuarto en medio de las horas, cualesquiera horas.

Ya no traes el collar que te di, ya no lo llevas. Absurdamente crees
que no me amas.
No quiero que lo creas, quiero que no me ames
y que no me lo digas.
Quiero irlo sabiendo como lo voy sabiendo: ya no traes el collar, ya no ome miras hondo, ya tu voz es esquema de una voz cuando me hablas.

No quiero que me digas no te amo, eso yo ya lo sé, porque detrás de tan torpes fonemas oigo lo que se oye si uno ama.

Tristemente te veo dejar por todas partes recados de que el amor entre tú y yo es asunto de ayer, de antier, de nunca, y alegremente entiendo que no hay necesidad de esos recados, que sí hay necesidad, la de estar cerca de lo mismo que -ah cómo- despides y despides. Es como despedirte, lo sabes, de tus venas, tus huesos, mi cintura.

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